El rumor de los silencios.

Siempre es bueno tener miedo. El miedo y el dolor nos demuestran que estamos vivos.

lunes, 15 de octubre de 2012

El capitán y el perro.

La historia de este hombre que llegó a un puerto con su barco, lleno de la mercancía que transportaba. La tripulación se negó a seguir navegando a su mando, porque no ganaban un buen sueldo y se quejaban de que los viajes eran de larga duración. Entre ocho y diez meses y el trato de aquel hombre no era muy agradable. Por eso fue que se negaron a navegar con él. En aquellos momentos estaba desesperado porque en aquel puerto no encontraba marineros para de nuevo hacerse a la mar. Estaba preocupado porque llevaba mercancía muy valiosa: telares de todas las clases, sedas hermosas de la India y también llevaba maderas. Unas cincuenta toneladas eran de ébano, de donde se hacen unas estructuras y muebles de una exquisitez insuperable. Un día salió de su barco a ver si lograba encontrar tripulación para emprender un nuevo viaje. Cuando iba por la calle vio como un perro se le acercaba. Era horrible, muy seco, con heridas y miseria. Era un perro abandonado sin muchos recursos para comer. Y si lograba comer, sería de los desperdicios de la calle. El hombre le hizo una caricia y a partir de ese momento no le perdía el paso cuando entraba a los bares y tabernas, cuando salía estaba siempre al lado de la puerta y lo seguía haya donde fuera. En uno de los días de búsqueda de tripulación se internó en una taberna y escuchó que un grupo de jóvenes hablaban con el dueño del local. Preguntaban que si conocía a algún patrón de una barco cercano y que necesitase marineros. Cuando terminé de oír la conversación me acerqué a ellos y les dije que yo necesitaba marineros. Por lo que pude ver estaban necesitados de todo, tanto de dinero como de alimento. Ajustamos salario y nos pusimos de acuerdo, un poco más caro que la antigua tripulación. Cuando salimos de la taberna el perro, como de costumbre, estaba tumbado a los pies de la puerta. A alguno de ellos no le hizo mucha gracia el mal olor que desprendía. Me preguntaron si era mío. Estuvimos cinco días comprando provisiones para un largo viaje, hasta que llegó el día en que nos hicimos a la mar. Llevábamos casi dos meses de navegación y no habíamos pasado por ningún puerto hasta que llegamos a Sydney, Australia. Para abastecernos de víveres les di veinticinco horas para que se divirtieran y dos cientos dólares. Fueron muy puntuales a la hora que les dije. Unos venían contentos, otros no tanto, porque sabían que les esperaba otro viaje. Ahora íbamos a Madagascar, que era donde teníamos que descargar la mercancía que transportábamos. Iban transcurriendo los días y algunos marineros estaban cansados de ver el perro, aunque había cambiado algo. Aún causaba algo de asco porque todavía tenía heridas. Los marineros le llamaban sarnoso. Un día el capitán estaba en la parte de atrás del barco, o sea proa. Vio como uno de los marineros maltrataba al perro y le daba patadas. Bajó el capitán y ordenó que lo ataran por la cintura al marinero y que le pidiese perdón al animal. Él se negó a pedirle perdón. “Echadlo al mar, sacadlo cada minuto y volverlo a entrar”, les dijo al resto de la tripulación. Así estuvo media hora, una de las veces que salió les dijo que haría lo que el capitán dijese. Lo subieron y se puso de rodillas frente al perro. Le dio tal alegría al capitán que cayó desplomado. Había sufrido un infarto. Lo quisieron reanimar pero fue inútil, había fallecido. Unos se pusieron tristes, otros no tanto y a los demás les dio igual. Lo tuvieron cuatro días en su camarote y se preguntaron el próximo puerto al que desembarcarían. El más cercano estaba a un mes de navegación. “Deberíamos hacerle un funeral de marinero”, dijeron algunos. Lo envolvieron en una de las telas que llevaban y lo lanzaron al mar. El perro, que estuvo observando lo que pasaba, se lanzó también al mar. Los marineros no hicieron nada por salvarlo. El barco se fue alejando hasta que ya dejaron de ver al perro nadando a la deriva.

El capitán y el perro. 2º

Después de lo sucedido, el barco continuó navegando hacia su destino, Madagascar. Los marineros sentían curiosidad por ver el camarote, que no habían visto nunca salvo los días en que el capitán había permanecido allí muerto. Entre ellos decidieron entrar en el camarote por si encontraban algo curioso. Así lo hicieron, empezaron a registrar y vieron diversas cosas. Algunas deberían ser valiosas en particular. Tenía barios cuadros pintados, hubo de haberle gustado el arte. Los marineros no sabían de ese arte, lo que sí sabían es que era un trabajo precioso. Se dieron cuanta de que debajo de todos los cuadros tenía una pequeña rosa. Quedaron en que quizás fuese su firma de artista, aunque él se hubiera llamado Aarón. Algunos de ellos no estaban de acuerdo con el que cogió el mando del barco. Claro, que de los que iban en el barco era el que más había navegado. Pronto empezaron las discusiones y las riñas, algunas llegaron a lo más fastidioso. La muerte total, murieron tres. El viaje era cada vez más eterno. Llevaban tres meses y aquello era desesperante, ya que habían muerto dos hombres más a causa de una grave enfermedad. En total quedaron cinco de los que empezaron. Con los que habían muerto por el camino tuvieron el mismo funeral que el antiguo capitán, a la mar. Por fin llegaron a su destino. “Señores, ahora tenemos que buscar gente, porque nosotros solos no podemos desembarcar tal mercancía”. No hicieron nada más que desembarcar cuando se les acercó una señora, de unos treinta años, con una elegancia señorial, un vestido color malva haciendo conjunto con la pamela que llevaba. Les preguntó por su capitán. Ella conocía el barco porque se llamaba Rosa. Pronto recordaron el símbolo grabado en todos los cuadros de Aarón. El barco, al igual, se llama Rosa. Los marineros le contaron la mala suerte que había atravesado el barco durante el viaje. La señora comenzó a llorar. Les empezó a contar en estos términos: “Nos conocimos una noche que él había desembarcado de uno de sus viajes y entró en el bar en el que yo trabajaba. Era un bar de marineros donde se bebían grandes cantidades de alcohol. Yo bailaba para ellos y me ponía muy ligera de ropa porque el dueño me lo pedía. Una noche, después de mi trabajo, me pidió una invitación y yo la acepté. Después de estar tres o cuatro horas juntos acabamos durmiendo en la misma cama. De aquella feliz noche tuve un niño que ahora tiene dos años. Me hubiese gustado mucho que hubiera tenido la oportunidad de conocerlo, porque su historia, su vida, no era muy alegre para estar durante tanto tiempo en el mar.” Después de terminar el relato los marineros quedaron casi acongojados. “Bueno, señora- dijo uno de ellos-, la mercancía que traemos es valiosa y podríamos hacer un trato. Usted se queda con la mercancía y nosotros nos quedamos con el barco porque es nuestro trabajo.” “Pues sí- concedió-. Como necesitáis marineros para desembarcar la mercancía, yo os ayudaré en la búsqueda de más gente.” Le contestaron que sí. Efectivamente encontraron con bastante rapidez a gente para embarcar. Estuvieron una semana trabajando hasta que lo descargaron por completo. La señora conocía a mucha gente. Pronto les salió un encargo en otro puerto cercano, que lo aceptaron. Entonces la señora les pidió que si podía embarcar junto con ellos. “Soy buena cocinera, sé que vosotros me necesitáis para lavar la ropa y coserla.” Estuvieron de acuerdo. Tan pronto como pudieron comenzaron a preparar las provisiones. Cuando todo lo tenían terminado se dirigieron al puerto. Ya que todo lo terminaron se hicieron a la mar, incluido el hijo de la señora. Seguramente se haría marinero, como su padre Aarón.

El llanto de los palos de luz. Emilio Peño Luengo. (Padre)

Nació en el monte, acompañado de robles, encinas alcornoques, enebros, amapolas y demás flores. Con el frío, la lluvia, la nieve y el fuerte viento del norte que duramente azota la alameda con sus chirridos de las hojas. Qué tristes noches para estos pinos tan jóvenes. Fueron pasando los años y ya se pusieron grandes. El bonito paraje directo a la tala y conducidos por los hombres a los aserraderos. Eran trasladados en camiones, trenes y barcos. Fueron juntos durante mucho tiempo pero llegó el día en que los tenían que separar, y de uno en uno los dejaban. Hicieron unos barrancos, quizá de un metro o más, los pusieron muy derechos para poder sostener aquellos cables que tantas noticias dieron. Casamientos, nacimientos, banquetes, etcétera. Fuentes y ruiseñores que salen de los festines, no tan buenas, guerras, miserias, hambre, terrorismo y otros males. El tiempo fue transcurriendo y fueron desapareciendo, ahora vas por la carretera y los ves sin cables y sin higueras, solamente se ve de vez en cuando unos aislados de otros. Qué tristes se ven sus profundos agujeros que los hombres les hicieron cuando los reparaban. La historia se le tiñó para siempre de tristeza al joven pino que nació en la sierra.

Motivos para no casarse. Pedro Peño Patiño. (Abuelo)

Los 299 millones de motivos que tiene un hombre para no casarse. Tengo 500 motivos que los estudie en Morón y para no cansarme mucho, os daré una explicación. Me decían algunos simples hombres de poca razón que por qué yo no me caso. Que estaría mucho mejor así. Si el casarse fuera tener un doblón y el pobre cazado vive más frito que un chicharrón. Y más si te toca una aficionada al licor. El demonio que la aguante, o la madre que la parió. Currito sale de su casa bien lavado, bien peinado. Con buen zapato y calzón. En la esquina de un amigo me junté con Juan Carrión, un amigo que yo aprecio de corazón. Me dijo: “¿Dónde vas Curro? Si es cosa de precisión ya sabrás que me he casado con la hija de Simón. Eso deberías de hacer cuanto más pronto mejor.” Me llevó para su casa. En un sillón me sentó y la señora, como hacía calor, con un poco de gazpacho me obsequió. Buscó Juan una guitarra y al punto me la entregó. Le toqué la Seguidilla, el Jaleo malecón, danza chotis y rigodón. La casa se llenó de la gente que acudió. Entraron unas mozitas tan hermosas como el sol. ¡Qué mujercitas! ¡Qué ojos! ¡Qué labios! Con más primos, que aunque uno sea de palo, se le alegra el corazón. A mí se me acercó una vieja abuela de San Antón: “¿Curro, es que usted no tiene novia? Tengo para usted un millón. Todas muy buenas muchachas que rabian por un varón”. Y yo ajustaba todos los gastos y necesitaba un millón. Después pensé… “Currito barre la casa, Currito va a por el carbón, Currito vestía al niño lo cual el niño cagó. Curro coge y se sale y a trabajar se marchó. Llega el sábado por la noche. La casa está por barrer, la cena en el bodegón, la esposa está de visita. Vendrá a la una o las dos. Curro le dio tal paliza que por muerta la dejó. Aquí reniega Curro de la leche que mamó.” ¡Caramba! Que no me caso, que mozo yo estoy mejor.

viernes, 9 de septiembre de 2011

Poderoso caballero es don dinero.

Y sabiendo lo que sabemos (que es muy poco, por cierto), llegamos al punto en el cual nos hacemos preguntas. Sí, joder… El humano corriente tiene dos formas de distinción sobre las otras especies, a parte de la de pensar. Que son, errar y dudar. Bien, ahora es cuando pregunto si alguno de vosotros a hecho algo de esto cierta vez en su vida…
¡Me lo imaginaba! Veo muchas manos levantadas, como si fuera el primer día de clase. Acabáis de descubrir que sois humanos. ¡Bienvenidos al tumulto social! Porque eso es lo que tenéis que hacer. Estar en sociedad. No es una ley, tampoco un mandato ni una orden a rajatabla. Es así. A partir de ahora estáis condenados a vivir juntos.
Tenéis que simpatizar con una sociedad que vosotros no habéis creado porque sois demasiado débiles o simplemente porque no nacisteis en el momento ni en el lugar oportunos.
Ahora, hagamos un pequeño análisis de lo que necesitan los hombres y las mujeres, que son los componentes de la especie humana. En este caso, yo la haré de los hombres puesto que soy uno de ellos. Al no ser mujer, no sé lo que necesitan ni lo que quieren. Y, sinceramente…, creo que tampoco ellas saben lo que las completa. Pero aquí no he venido para hablar de ellas ni para juzgarlas.
Veamos. Los hombres de hoy día, más o menos, estamos criados desde siempre por nuestras madres. Los padres están trabajando o en cualquier caso, gastándose el dinero del mes en el bar con su amigo Julio. También los hay que se dedican a la educación. Una educación de madre y padre, una educación completa. Como sabréis hay muchos casos en los amplios caminos de la educación.
Pues bien. Desde pequeños los hombres nos acostumbramos a la figura femenina que está reflejada en nuestra madre. Al paso de los años nos emancipamos y, desesperadamente, lo que necesitamos es una mujer. Nos hacen dependientes de otras personas que quizás nunca lleguen a entendernos como lo hacía ella. Y luego están los padres, que nos inculcan el sentimiento de querer proteger a todos. También, y quien lo niegue no conoce muy bien a su padre o, puede que sea uno de los pocos padres coherentes que haya en la vida real (por suerte yo tengo un padre así) lo que nos inculcan es el “querer ser mejor que el vecino”. Él tiene un coche de cuatro puertas, yo me compro uno de cinco. Su casa tiene un jardín de diez metros, el mío de veinte. Es así, se quiera o no se quiera. Por un lado se nos incita al consumismo y por el otro a conseguir una mujer por la que dejarse los cuernos (no malentendáis, por dios) y comprarle todo tipo de cosas y, como dije antes, el afán de protegerla de los demás. Es decir, de otros hombres.
El consumismo es lo que hacemos. Lo que nos hace ser como somos en determinados momentos. El dinero… ¿Y si nunca hubiera existido el dinero? ¡Vaya, menuda payasada! Eso lo habéis pensado, seguro. Si ahora se nos quitara el dinero, esto se iría a la ruin ruina. Si desapareciera de la faz de la tierra se colapsaría mucho más que cuando el efecto 2000 o incluso el llamativo año 2012. ¡La hecatombe! Todo sería una patochada, como las que he mencionado antes.
Pero me remonto mucho más atrás. O quizás a una realidad paralela a esta. En donde el dinero nunca hubiera sido creado y la gente intercambiara cosas según sus necesidades. No existiría ese afán de conseguir más dinero y más poder. Nada tendría valor monetario. Simplemente, valor sentimental. Eso que a veces vendemos por cuatro míseros euros o que damos sin prestarle la atención que se merece. Eso que desdeñamos porque no nos atañe sólo cuando estamos en situaciones críticas y luego lloramos porque ya no lo tenemos. Enterrar el orgullo, el dinero y el poder monetario, a día de hoy, es muy difícil. Sé que la vida paralela a esta también tendría sus cosas malas, yo mismo se las saco por todos lados. Pero… por soñar, pueden soñar hasta los tontos como yo. Y soñar, no tiene precio.

miércoles, 16 de diciembre de 2009

Epic tragedy.

Algún día volveré a nacer
lejos de las puestas de sol
y de las tardes sin música.
Para no existir en la mente de nadie,
y volver a ser valiente
sin necesidad de escuchar algo motivador.
Y la sangre regrese a sus surcos,
trechos despoblados que antes
polvo eran y dejarán de existir.
Dormir de inmediato y que
nada se atreva a atormentarme,
descansar eternamente,
observando un horizonte
que desde siempre me prometieron.
Poder caminar sin tener un destino,
vagabundear como un perro
por los restos de mi corazón,
mirar hacia atrás y no ver dolor.
Poder oler tierra mojada,
campos con sus flores de estraza,
montañas y sus piedras deslavazadas,
sin que nadie me lo impida.
Gritar muy alto y que nadie pueda oírme,
correr y que nadie pueda alcanzarme.
Despertarme cada mañana
y ver el amanecer tumbado en la hierba,
sentir las gotas de agua en mi cara
y que el sol me traiga vehemencia,
como la que no supe tener en existencia.
Y sobre todo, volver a nacer,
para no morirme de miedo.